Un Ritual lleno de Pasion y Amor

"Te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo más preciado y estarán por encima de todo siempre. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado”



lunes, 11 de abril de 2011

FUEGO OSCURO/ARGUMENTO



Durante siglos, Darius ha cuidado de su pequeña familia. Su poder y su autoridad han servido al grupo de carpatianos, aislados del resto de su raza, para sobrevivir al miedo y el odio de los humanos, tan diferente a ellos. Pero Darius, como todos los hombres carpatianos sin compañera, está a punto de ceder al lado oscuro de su alma y convertirse en vampiro. Hasta que conoce a Tempest, una humana capaz de devolverle la cordura, la que está destinada a ser su amante eterna. Posesivo y ardiente, Darius la retiene, la protege de todos y de todo. Pero sus poderes y su pasión sobrenatural no hacen sino abrumar a una joven acostumbrada a vivir sola según sus reglas. Para retenerla sin volverla loca, Darius sólo tiene dos opciones: exigirle un sacrificio que ella no puede comprender, o poner en riesgo su propia e inmortal existencia...

UN PRÍNCIPE DE LA NOCHE CON MUCHO QUE APRENDER...

Darius es un poderoso carpatiano, pero apenas conoce los ritos y las costumbres de su propia raza, de la que ha estado aislado desde que su pequeño grupo sobrevivió a una matanza en los Cárpatos, siendo niños. Sólo se fía de su fuerza y su fiero instinto, que le ha servido para mantener con vida a su hermana Desari, y para destruir las amenazas que suponen los humanos y, a veces, los de su propia especie. Ahora que ha encontrado a Tempest, tendrá que descubrir los antiguos ritos que unen a un carpatiano con su compañera eterna. Julien, el nuevo compañero de Desari, puede darle algunos consejos sobre las tradiciones carpatianas, pero la lección sobre cómo lidiar con un torbellino como Tempest tendrá que aprenderla por sí mismo.

…Y UNA MUJER QUE NO ACEPTA LECCIONES

Tempest siempre se ha sabido diferente, una joven incomprendida a la que nadie ha amado de verdad. Por eso se siente a gusto en su nuevo trabajo como mecánico en la troupe de la misteriosa cantante Desari. No podía imaginar que su empleo la lanzaría de cabeza al mundo de los seres de la noche. Seres como Darius, poderoso, peligros, irresistible... Tempest descubre que una fuerza extraña sacude todo su cuerpo cuan él está cerca, pero el deseo se mezcla con el miedo a esos extraños personajes tan peligrosamente parecidos a los vampiros de las leyendas. Su primera reacción instintiva es alejarse de todo ello, pero ¿cómo volver a una vida normal cuando se tiene la promesa de una pasión eterna?

FUEGO OSCURO/CAPITULO 1



Uno

La primera vez que posó los ojos sobre ella, salía de debajo del enorme autobús del grupo con una linterna y una llave inglesa en las manos. Era pequeña, de la altura de una niña; en un principio pensó que se trataba, como mucho, de una adolescente, vestida con un mono de tirantes muy holgado, y el pelo cobrizo recogido en una coleta. Tenía la cara sucia, con manchas de tierra y grasa. De repente, se giró y entonces captó la imagen de unos senos firmes y turgentes que se marcaban bajo el delgado top de algodón que llevaba bajo el mono. Darius, hechizado, la miró fijamente; incluso a la luz de la luna, su cabello rojizo emitía destellos de fuego.
Poder afirmar que su pelo era cobrizo lo dejó aturdido; él era un oscuro e inmortal hombre de los Cárpatos, que había perdido la cuenta de los innumerables siglos que llevaba viviendo percibiendo tan sólo el blanco y el negro. No había informado de este hecho, junto con la consecuente falta de emociones, a su hermana pequeña, Desari, que seguía siendo igual de dulce y compasiva que siglos atrás, como se suponía que debía ser una mujer de los Cárpatos. Ella poseía todo aquello de lo que él carecía; Desari dependía de él, lo mismo que el resto de su grupo, y no deseaba incomodarla con el asunto de su cada vez más próximo suicidio, le quedaba muy poco tiempo para entregarse al sol del amanecer que causaría su propia destrucción o se transformaría en un vampiro, en un no-muerto en lugar de un inmortal.
Que esta pequeña desconocida del mono ancho estuviera captando toda su atención lo tenía desconcertado; pero el movimiento de sus caderas estaba logrando que su cuerpo se sacudiera con fuerza, despertando una profunda necesidad. Darius contuvo la respiración y la siguió a distancia mientras ella rodeaba el autobús y desaparecía de su vista.
—Debes estar cansada, Rusti. ¡Has estado todo el día trabajando! —gritó Desari.
Darius no podía ver a su hermana desde donde se encontraba, pero como siempre sucedía, escuchó su voz; una mezcla de notas musicales que hacía girar las cabezas y sugestionaba a cualquier ser vivo.
—Coge un zumo de fruta de la nevera de la caravana, y relájate unos minutos. No puedes arreglarlo todo el mismo día —continuó Desari.
—Sólo un par de horas más y tendré esto listo y funcionando —contestó la pequeña pelirroja. Su voz dulce, aunque brusca, tocó la fibra más sensible de Darius, haciendo que la sangre hirviera por sus venas. Permaneció inmóvil, completamente paralizado por la inesperada sensación.
—Insisto, Rusti —dijo Desari con suavidad. Darius conocía aquella entonación, aquella que aseguraba que su hermana siempre se saldría con la suya—. Por favor; ya tienes el empleo de mecánico del grupo, es obvio que eres lo que estábamos buscando. Así es que déjalo durante la noche ¿vale? Verte trabajar tanto me hace sentir como una negrera.
Darius rodeó la caravana con mucha calma, hasta llegar donde se encontraban la pequeña pelirroja y su hermana. Al lado de Desari, esbelta y elegante, la minúscula mecánica, a la cuál aún no le habían presentado, parecía una niña desaliñada; aun así, no podía apartar los ojos de ella. La chica se rió, una risa ronca que tensó el cuerpo de Darius hasta dejarlo dolorosamente endurecido. Incluso a la distancia que se encontraba, podía ver que tenía los ojos de un verde brillante, grandes y rodeados de espesas pestañas; su rostro tenía un óvalo perfecto con elegantes pómulos y sus labios, llenos y exuberantes, pedían a gritos ser besados.
Antes de que Darius escuchara de nuevo su voz, desapareció junto con su hermana, dando un rodeo hasta llegar a la puerta del autobús estropeado. Se quedó allí de pie, paralizado en la oscuridad. Las criaturas de la noche empezaban a moverse, y Darius recorrió el campamento con la mirada, admirando los colores a su alrededor. Verdes intensos, amarillos y azules. Podía ver el color plateado del autobús y el rótulo azul en el lateral del mismo. El pequeño deportivo era de color rojo brillante. Las bicicletas de montaña, aseguradas al autobús, eran amarillas y las hojas de los árboles brillaban con diferentes matices de un verde profundo.
Bruscamente, Darius llenó de aire sus pulmones, recreándose en el particular olor de la desconocida, de modo que pudiera encontrarla en cualquier momento, aún en mitad de una multitud, a partir de ahora podría localizarla donde quiera que estuviese. Ella había conseguido que ya no se sintiera solo; algo insólito. Ni siquiera la conocía pero tan sólo con saber que se encontraba en el mundo, Darius lo veía todo desde una perspectiva diferente. No, él no le había contado a su hermana lo vacía y dura que había sido su vida; o el ser tan peligroso en el que se había convertido; pero al mirar a la chica, sus ojos habían sido ardientes y posesivos, y algo feroz y atávico se había alzado en su interior, exigiendo ser liberado.
Desari salió del autobús y se acercó a su hermano con largas zancadas.
—Darius, no sabía que te habías levantado ya. Estás tan reservado últimamente —sus ojos negros lo estudiaron con atención— ¿Qué ocurre? Pareces… —dudó.
Peligroso. La palabra quedó sin pronunciar, flotando entre ambos. Darius señaló con la cabeza hacia su hogar itinerante.
—¿Quién es ella?
Desari sintió un escalofrío al escuchar su entonación, y se frotó los brazos con las palmas de las manos para alejar la sensación.
—Ya discutimos acerca de contratar un mecánico que nos acompañara en la gira; los vehículos necesitan una puesta a punto y nosotros necesitamos mantener nuestra intimidad. Ya te dije que pondría un anuncio con un hechizo de atracción especial y me diste tu aprobación, Darius. Dijiste que si encontrábamos a alguien que Sasha y Forest tolerasen, estarías de acuerdo; esta mañana temprano apareció Rusti. Los leopardos estaban aquí conmigo, al aire libre, y ninguno de ellos pareció tener problemas con ella.
—¿Y cómo consiguió llegar al campamento atravesando los hechizos de protección y las barreras de seguridad que nos protegen durante el día? —le preguntó con suavidad pero con una velada amenaza en su imperturbable voz.
—Sinceramente, no lo sé, Darius. Sondeé su mente buscando intenciones ocultas, pero no encontré nada. Sus esquemas mentales son diferentes a los de la mayoría de los humanos, pero sólo percibí su necesidad de trabajar, de conseguir un trabajo honesto.
—Es humana —dijo Darius.
—Lo sé —contestó Desari a la defensiva, consciente de que el aire se había vuelto pesado y opresivo con la censura de su hermano— Pero no tiene familia, y dice necesitar mucha intimidad. No creo que le moleste que no estemos a la vista durante el día; le conté que a causa de nuestro trabajo y nuestros desplazamientos durante las horas de la noche, dormimos con frecuencia todo el día; dice que eso le parece bien. Y realmente necesitamos que alguien se ocupe de los vehículos; sabes que es cierto. Sin ellos perderemos nuestra fachada de «normalidad». Y además, podemos manejar a una humana sin ningún problema.
—La dejaste en la caravana, Desari. ¿Por qué no están Sasha y Forest contigo si ella está allí? —preguntó Darius con el corazón en la garganta.
—¡Oh Dios mío! —Exclamó Desari con el rostro mortalmente pálido—. ¿Cómo he podido cometer ese error? —y afligida, corrió hasta la puerta del autobús.
Darius llegó antes que su hermana, abrió la puerta de un tirón y dando un salto al interior se agazapó una vez dentro para enfrentarse, de esta forma, a los dos leopardos, propiedad del grupo, que sin duda estarían amenazando a la diminuta mujer. Se quedó helado, inmóvil, con el pelo largo y negro cayéndole sobre el rostro. La muchacha pelirroja esta acurrucada en el sofá con un enorme leopardo a cada lado; entre los grandes gatos parecía aún más pequeña. Los dos animales le empujaban las manos intentando llamar su atención.
Tempest «Rusti» Trine se incorporó con rapidez cuando el hombre entró como una tromba en el autobús. Parecía salvaje y oscuro; emanaba peligro y poder. Era alto, musculoso como los leopardos, con el pelo largo, espeso y rebelde. Sus ojos, tan negros como la noche, eran grandes e hipnóticos y tan penetrantes como los de los dos felinos. El corazón de Rusti saltó en su pecho y la boca se le secó.
—Lo siento, Desari me dio permiso para entrar —se disculpó para apaciguarlo, intentó apartarse de los leopardos mientras estos seguían frotando los morros contra sus piernas, con riesgo de tirarla al suelo a cada empujón, e intentando lamerle las manos, lo cual ella evitaba, ya que las ásperas lenguas bien podían arrancarle la piel.
Desari saltó al interior del vehículo, pasó al lado del hombre y se detuvo con los ojos de par en par, perpleja.
—Gracias a Dios que estás bien, Rusti. Jamás te habría dicho que entraras sola si me hubiera acordado de los leopardos.
Eso es algo que jamás deberías olvidar —la voz de Darius fue un aterciopelado latigazo directo a la mente de su hermana; había usado el vínculo mental que siempre usaba con ella y que sólo ambos compartían. Desari retrocedió pero no protestó, consciente de que su hermano tenía razón.
—Parecen bastante domesticados —se aventuró Rusti dubitativamente, acariciando primero una moteada cabeza y luego la otra. El ligero temblor de su mano delataba su nerviosismo, provocado por el hombre, no por los felinos.
Darius se incorporó, dejando ver su imponente estatura, muy lentamente. Su presencia era intimidante, sus anchos hombros parecían llenar el autobús y Rusti, instintivamente, retrocedió un paso. Sus ojos la perforaban, manteniendo cautiva su mirada, buscando su alma.
—No, no están domesticados. Son animales totalmente salvajes que no toleran el contacto cercano con humanos.
—¿De verdad? —Los ojos verdes brillaron traviesos durante un instante, mientras alejaba de un empujón al leopardo más grande—. No me di cuenta, lo siento —pero su voz no sonaba apesadumbrada; más bien parecía estar tomándole el pelo; a él.
De algún modo, Darius supo, sin lugar a dudas, que la vida de esta mujer estaría atada a la suya por toda la eternidad; había encontrado lo que Julian, la pareja de Desari, llamaba su compañera. Darius dejó que el ardiente deseo que sentía por ella se reflejara momentáneamente en sus ojos y se quedó muy satisfecho cuando ella retrocedió de nuevo.
—No están domesticados —repitió Darius—. Podrían hacer pedazos a cualquiera que entrara en este autobús. ¿Cómo es que tú estás segura a su lado? —exigió saber con voz profunda e irresistible, la voz de un hombre acostumbrado, obviamente, a ser inmediatamente obedecido.
Los dientes de Rusti apretaron su labio inferior, traicionando su nerviosismo, pero su barbilla se alzaba desafiante.
—Mira, si no me quieres aquí, no hay problema. Ni siquiera hemos firmado un contrato; cojo mis herramientas y me voy —y dio un paso hacia la puerta, pero el hombre era un sólido muro de ladrillos que le bloqueaba el paso. Rusti miró a sus espaldas, echando un vistazo a la puerta trasera, comprobando la distancia y preguntándose si podría llegar hasta allí antes de que el hombre se arrojara sobre ella. Una corazonada le decía que su carrera despertaría los instintos depredadores de aquel tipo.
—Darius —protestó Desari con suavidad mientras posaba una mano en un gesto apaciguador sobre el brazo de su hermano.
Apenas si giró la cabeza y mantuvo los ojos fijos en el rostro de Rusti.
—Déjanos solos —ordenó a su hermana con voz baja y amenazante; incluso los gatos se inquietaron, acercándose aún más a la pelirroja cuyos ojos brillaban como esmeraldas.
Este hombre llamado Darius conseguía asustar a Rusti como nadie jamás lo había hecho; con la mirada le decía que era simple y llanamente suya, su hermosa boca tenía un sesgo de cruel sensualidad y emanaba de todo su cuerpo una abrasadora intensidad de la que ella jamás había sido consciente en ninguna otra persona. Rusti observó cómo su única aliada la abandonaba a su suerte al obedecer a su hermano saliendo de la lujosa caravana.
—Te he hecho una pregunta —dijo Darius con suavidad.
Su voz hizo que Rusti sintiera cientos de mariposas volando en su estómago; era el arma de un hechicero, un arma suave como el terciopelo negro que hacía que olas de inesperado calor ascendieran por su cuerpo. Sintió cómo el rubor ascendía por su cuello hasta llegar a su rostro.
—¿Todo el mundo hace lo que tú ordenas?
Darius esperó tan inmóvil como un leopardo listo para saltar, sus ojos se mantenían fijos en el rostro de Rusti, ni siquiera parpadeaba. Sintió el repentino apremio de contestarle, de confesarle toda la verdad; la necesidad de ser sincera le martilleaba la cabeza y la obligó a masajearse las sienes. Después suspiró, hizo un movimiento de resignación e incluso intentó sonreír.
—Mira, no estoy muy segura de quién puedes ser, aparte de que seas el hermano de Desari, pero creo que ambos nos hemos equivocado. Vi el anuncio donde pedían un mecánico y pensé que me gustaría el empleo porque podría viajar con tu grupo por todo el país —dijo encogiéndose de hombros en un gesto descuidado— No importa; puedo marcharme igual que vine.
Darius estudió la expresión de su rostro; estaba mintiendo. Realmente necesitaba el empleo; estaba hambrienta pero era demasiado orgullosa para decirlo. Sabía disimular muy bien la desesperada situación en la que se encontraba, pero necesitaba trabajar. Ni una sola vez desvió sus ojos verdes de la mirada escrutadora de Darius, todo su cuerpo se erguía en una clara muestra de desafío.
Él se movió en aquel momento, acercándose en un movimiento tan rápido y fluido que Rusti no tuvo oportunidad de salir corriendo; podía escuchar el corazón de la chica latir descontrolado, su sangre fluyendo con rapidez por sus venas, su vida. Posó la mirada sobre el lugar donde el pulso latía alocado en la base del cuello.
—Creo que este trabajo es más que apropiado para ti. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Estaba demasiado cerca; era demasiado grande, demasiado poderoso y amenazador. A esa distancia, Rusti sentía el calor que emanaba de aquel cuerpo, su poderoso magnetismo; ni siquiera la estaba tocando y percibía el calor de la piel de aquel hombre sobre la suya. De repente, sentía la urgente necesidad de huir a toda prisa tan lejos como le resultara posible.
—Todos me llaman Rusti —sonó provocador hasta en sus propios oídos.
Darius sonrió de un modo enloquecedoramente masculino que hizo ver a Rusti que estaba percibiendo su miedo; pero la sonrisa no llegó a caldear el hielo negro de sus ojos. Inclinó la cabeza hacia Rusti de modo que ella pudo sentir su aliento sobre el cuello, erizándole la piel con la anticipación. Todas las células de su cuerpo, repentinamente alarmadas, gritaban en advertencia.
—Te pregunté por tu nombre —susurró sobre su yugular.
Rusti inspiró profundamente y consiguió permanecer completamente inmóvil e impávida. Si aquello era un juego, no podía permitirse ni un solo movimiento en falso.
—Me llamo Tempest Trine; pero todo el mundo me llama Rusti.
Sus dientes blancos asomaron de nuevo en una sonrisa; tenía la apariencia de un hambriento depredador vigilando a su presa.
—Tempest; te pega. Yo soy Darius; soy el guardián del grupo. Aquí se hace lo que yo digo. Obviamente ya has trabado amistad con mi hermana pequeña, Desari. ¿Conoces al resto de la banda? —y al decir aquello, sintió una ira desconocida que le atravesaba el cuerpo ante el simple hecho de verla cerca de cualquiera de los otros hombres. Y en ese mismo momento comprendió que hasta que no la hiciera completamente suya, sería extremadamente peligroso, no sólo para los humanos sino también para los suyos. En todos los siglos de su existencia, incluso en los años de su juventud, cuando el dolor y la alegría aún estaban en su vida, jamás había experimentado unos celos, una posesividad o cualquier tipo de emoción remotamente comparable a lo que estaba sintiendo. No había comprendido lo que era la ira hasta entonces; debía tener presente el enorme poder que esta mujer poseía sobre él.
Rusti negó con la cabeza; se alejaba poco a poco de la intensidad de aquel hombre, del modo en que hacía que su corazón latiera sobresaltado y frenéticamente, miraba una y otra vez la puerta trasera. Pero Darius estaba demasiado cerca como para que su intento de fuga resultara efectivo; de modo que miró fijamente a los grandes felinos, se concentró en ellos y les transmitió sus pensamientos, un don que poseía desde el día que nació aunque nunca lo había confesado en voz alta. El más pequeño de los dos leopardos, el que tenía el pelaje más claro, se movió para interponerse entre ella y Darius, enseñando los dientes con un gruñido amenazador. Darius se inclinó y posó una mano sobre la cabeza del felino para calmarlo.
No te muevas, amiga; jamás haría daño a esta chica. Está intentado huir de nosotros, lo leo en su mente y no puedo permitirlo. Tú tampoco lo permitirás.
Con mucha rapidez, el felino se movió y se colocó justo delante de la puerta trasera, dejando a Rusti sin ninguna posibilidad de huir.
—Traidora —siseó al leopardo hembra olvidándose por un momento de la presencia de Darius, que en un gesto pensativo, se frotó la nariz.
—Eres una mujer poco corriente; ¿Te comunicas telepáticamente con los animales?
Rusti bajó la cabeza apartando los ojos de Darius, mientras presionaba sus temblorosos labios con una mano, en actitud culpable.
—No tengo la menor idea de lo que estás hablando. Si aquí hay alguien que se comunica con los animales eres tú; el leopardo está delante de la puerta. No sólo son las personas las que te obedecen ¿verdad?
Él asintió en silencio.
—Todos en mis dominios lo hacen y ahora eso te incluye a ti. No vas a marcharte; te necesitamos tanto como tú a nosotros. ¿Ya te ha dicho Desari dónde puedes dormir? —no sólo percibía su hambre sino también su cansancio. Le golpeaban las entrañas y sus instintos de hombre protector rugían despertando a la vida.
Rusti lo miró fijamente, sopesando sus opciones; en el fondo de su mente sabía que Darius las había echado todas por tierra. No dejaría que se marchara; lo percibía en el sesgo despiadado de su boca, en la expresión decidida de su rostro y en sus negros ojos carentes de alma. Podía dejarlo pasar y disimular, no decir nada al respecto y no desafiarlo; aquel hombre estaba rodeado de un aura de poder. Ya había estado en situaciones peligrosas con anterioridad, pero esto era totalmente diferente. Quería salir corriendo… pero también quería quedarse.
Darius se acercó, alargó un brazo y tomó la barbilla de Rusti con dos dedos, moviéndole la cabeza para poder mirar directamente a los ojos verdes. Con sólo dos dedos; no necesitó más. Pero para ella parecieron cadenas que los unían de un modo inexplicable; sintió el impacto de su mirada, el ardor que dejaba en su cuerpo y que la marcaba como suya. Nerviosa, se humedeció el exuberante labio inferior con la punta de la lengua, lo que hizo que el cuerpo de Darius se tensara con una demanda urgente y sofocante.
—No vas a salir corriendo, Tempest. No creas que puedes marcharte; necesitas el empleo y nosotros te necesitamos. Limítate, simplemente, a seguir las reglas.
—Desari me dijo que podía dormir aquí —contestó sin darse cuenta. No sabía qué hacer; sin tener en cuenta que sólo le quedaban veinte dólares, había pensado que aquel era el trabajo perfecto. Era una excelente mecánico de automóviles, disfrutaba viajando, le gustaba estar sola y le encantaban los animales. Cuando leyó el anuncio sintió que la buscaban a ella y la había atraído hasta ese lugar, como si fuese la persona idónea. Una extraña sensación de apremio la había impulsado a ir en busca de esas personas, completamente convencida de que el trabajo sería suyo. Debería haber caído en la cuenta de que todo era demasiado perfecto para ser verdad. Suspiró quedamente sin pensar.
El pulgar de Darius acarició ligeramente su barbilla, sintiéndola temblar pero manteniéndose firme en su lugar.
—Siempre hay un precio que pagar —añadió Darius como si le leyera el pensamiento. Movió la mano hasta rozar su pelo y acariciar las cobrizas hebras de su melena sin poder evitarlo.
Rusti permaneció totalmente inmóvil, como un animalillo atrapado por una pantera en mitad de la llanura; sabía que estaba en una situación extremadamente peligrosa y aún así, no podía dejar de mirar a Darius de forma desvalida. Estaba hipnotizándola o algo así, utilizando su oscura y ardiente mirada; no podía apartar los ojos de su rostro y era incapaz de moverse.
—¿Es muy alto el precio? —su voz sonó brusca y sofocada. Le resultaba imposible mirar hacia otro lado, por mucho que su mente se lo pidiera a gritos.
Darius se acercó hasta que sus duros músculos presionaron la suavidad del cuerpo de Rusti; la rodeaba por todos lados, y en un momento pensó que formaba parte de él. En el fondo, Rusti sabía que debería apartarse para romper el hechizo en el que la estaba envolviendo, pero no tenía fuerza suficiente para hacerlo. En aquel momento, sintió que estrechaba entre sus brazos, atrayéndola aún más hacia su cuerpo y el corazón de Rusti dio un vuelco ante la ternura de un hombre tan fuerte y poderoso. Darius le susurró algo suave y relajante, algo irresistible, era un hechicero usando sus poderes para seducirla.
Rusti cerró los ojos. Repentinamente, el mundo pareció cubrirse de una neblina y se encontró en un estado de ensueño. No podía moverse y no quería hacerlo; y esperó aquel momento sin aliento. Los labios de Darius rozaron su sien, alcanzando la oreja y dejando pequeñas caricias a lo largo de la mejilla hasta llegar a la comisura de sus labios; allí donde se posaba su boca, el cálido aliento dejaba un rastro de fuego. Rusti sintió que se partía en dos; una parte de ella veía bien lo que estaba ocurriendo, todo era perfecto; pero su otra mitad la presionaba para que saliera corriendo y se alejara todo lo que pudiera. La lengua de Darius acarició su cuello en una caricia aterciopelada y a la vez un tanto áspera, que hizo que se estremeciera de los pies a la cabeza y que sus entrañas sintieran un repentino ardor. Darius cerró los dedos alrededor de su nuca y la acercó todavía más, de nuevo pasó la lengua por su cuello; Rusti sintió un calor abrasador en la piel bajo la que latía frenético el pulso. El dolor la atravesó, dejando paso a un increíble placer erótico. Jadeó y descubrió que aún le quedaban fuerzas gracias a su instinto de supervivencia y se revolvió entre los brazos de Darius, empujándole en el pecho. Él se movió ligeramente pero no disminuyó su abrazo; una especie de somnolencia se apoderó de Rusti. De repente, se encontró más que dispuesta a darle cualquier cosa que él le pidiera. Aún tenía sentimientos encontrados, por una parte se sentía muy cómoda allí encerrada y desvalida en el oscuro abrazo, pero por otra estaba totalmente aturdida y horrorizada. Sentía su cuerpo arder de pasión, de necesidad. Su mente aceptaba por completo lo que Darius le estaba haciendo, estaba tomando su sangre y reclamándola como suya. De alguna manera, Rusti sabía que no iba a matarla, su intención era poseerla; y del mismo modo, supo que Darius no era humano. Rusti cerró los ojos y sintió que le flaqueaban las rodillas. Él le deslizó un brazo bajo las piernas para alzarla, acunándola en su regazo mientras se alimentaba de ella. La sentía dulce y cálida, su sabor no se parecía a nada que él hubiese probado hasta entonces. Su cuerpo ardía por ella. Aún bebiendo su sangre, la llevó hasta el sofá, saboreando su esencia, incapaz de dejar de tomar lo que era suyo por derecho. Y Rusti era suya. Lo sentía, lo sabía y no aceptaría lo contrario.
Se dio cuenta de lo que ocurría cuando la cabeza de Rusti cayó inerte hacia atrás, mostrando su esbelto cuello. Soltando una elocuente maldición contra sí mismo, cerró la herida con un lametón y se inclinó para comprobar el pulso. Había tomado mucha más sangre de la que ella podía dar; sentía su cuerpo contraerse aún con una exigencia salvaje e implacable. Pero Tempest Trine era una mujer menuda, humana y no podía afrontar una pérdida de sangre como aquélla. Peor aún, lo que estaba haciendo estaba estrictamente prohibido, estaba rompiendo todas las reglas que conocía. Cada una de las leyes que él mismo había inculcado a los demás y les había exigido que cumplieran. Pero no podía detenerse, tenía que hacer suya a esta mujer. En verdad, una humana podía usarse para satisfacer el deseo sexual, un simple deseo físico, si es que uno era capaz de sentir esa sensación. Y también se podía usar para alimentarse de ella siempre que la cantidad de sangre extraída no le supusiera la muerte. Pero ambas cosas a la vez jamás; era tabú. Darius sabía que si Rusti no se hubiera desmayado por la pérdida de sangre, habría tomado su cuerpo; y no una sola vez, sino una y otra y otra. Y habría matado a cualquiera que hubiese intentado detenerlo, que hubiese intentado apartarla de él.
¿Le había ocurrido? ¿Se estaba transformando en un vampiro? ¿Le estaba sucediendo aquello que todo hombre de su raza temía por encima de todo? No le importaba. Sólo sabía que Tempest Trine era lo más importante para él, que era la única mujer que había querido después de innumerables siglos de soledad y vacío. Ella le hacía ver, había traído el color y la vida a su inhóspito mundo, y ahora que había vuelto a sentir, no regresaría jamás a su desolada existencia anterior.
Acunándola entre sus brazos, se acercó la muñeca a la boca para hacerse una herida con sus propios dientes; pero algo le detuvo. No parecía apropiado alimentarla de aquella manera. En lugar de eso, se desabrochó despacio la inmaculada camisa de seda mientras inesperadamente, sentía que su cuerpo se tensaba anticipando lo que ocurriría. Una de sus uñas se alargó hasta convertirse en una garra afilada y abrió una incisión en su pecho hacia la que acercó la boca de Rusti. Su sangre era antigua, poderosa y haría que se recuperara de inmediato. Mientras la acercaba, Darius buscó su mente. En el estado de inconsciencia en el que se encontraba, era relativamente fácil tomar control de su voluntad y forzarla a hacer lo que él quisiera. Pero se quedó perplejo ante la mente de Rusti; Desari estaba en lo cierto, la mente de su compañera no seguía los patrones normales de una mente humana. Era mucho más parecida a la mente de los astutos e inteligentes leopardos con los que él solí correr. No exactamente igual, pero sí definitivamente diferente a un cerebro humano. Por el momento, no importaba; podía controlarla con facilidad, exigiendo que bebiera para reponer lo que él había tomado. De algún lugar de su mente surgió una antigua letanía y se descubrió a sí mismo pronunciando las palabras del ritual, inseguro de su procedencia y consciente tan sólo de que debía decirlas. Usó la antigua lengua de su gente y después las repitió en inglés. Inclinándose de forma protectora sobre Rusti, mientras le acariciaba el pelo, le susurró las palabras suavemente al oído.
Yo te reclamo como mi compañera. Te pertenezco. Te ofrezco mi vida. Te doy mi protección, mi fidelidad, mi corazón, mi alma y mi cuerpo. Para compartirlo todo. Tu vida, tu felicidad y tu bienestar serán lo primero para mí. Eres mi compañera, unida a mí para toda la eternidad y siempre bajo mi cuidado.
Mientras pronunciaba en voz alta las palabras, sintió que su cuerpo se estremecía de forma curiosa y que la terrible tensión se desvanecía, a la par que cada palabra tendía una minúscula hebra entre su alma y la de Rusti, y entre sus corazones. Ella era suya, al igual que él pertenecía a Rusti. Pero no estaba bien; ella era mortal y él un inmortal hombre de los Cárpatos. Rusti envejecería y él no, pero aún así no le importaba. Ella se ajustaba a él a la perfección, como si hubiese sido creada para ser sólo suya.
Darius cerró los ojos y la abrazó, saboreando la sensación de tenerla entre sus brazos; se cerró la herida del pecho y se inclinó para dejarla tendida entre los almohadones del sofá. Con exquisito cuidado, casi con adoración, limpió los restos de polvo y suciedad de su rostro.
No recordarás nada de esto cuando despiertes. Sólo sabrás que conseguiste este trabajo y que ahora eres miembro de nuestro grupo. No sabes nada acerca de mi verdadera naturaleza, ni recuerdas que intercambiamos nuestra sangre —y usó un tremendo hechizo que doblegaba la voluntad para reforzar la orden, más que suficiente para convencer a un humano.
Rusti parecía muy joven mientras dormía, con el pelo rojizo enmarcando su rostro. La acarició con dedos posesivos y los ojos llameando con fiereza. Después se giró para enfrentar a los leopardos.
Os gusta; y puede hablar con vosotros ¿verdad? —les preguntó.
Sintió la respuesta, no con palabras sino a través de imágenes que transmitían confianza y sinceridad. Asintió con un movimiento de cabeza.
Es mía y no la dejaré marchar. Cuidadla mientras dormimos hasta el próximo despertar —les ordenó en silencio.
Los dos felinos se restregaron contra el sofá, intentando acercarse todo lo posible a la mujer. Darius acarició su rostro una vez más y después se dio la vuelta para salir de la caravana. Sabía que Desari estaría esperándolo con una acusación en sus tiernos ojos de gacela; estaba de pie, apoyada sobre la cabina del autobús y se veía, por la expresión de su hermoso rostro, que estaba muy confundida. En cuanto lo vio, miró nerviosa hacia la caravana.
—¿Qué has hecho?
—No te metas en esto, Desari. Eres de mi sangre, la persona a la que más quiero y protejo, pero… —Darius se detuvo, sorprendido de haber sido capaz de expresar con palabras una emoción sincera, hacía siglos que no ocurría aquello. De nuevo volvía a sentir amor por su hermana. El sentimiento le golpeaba con fuerza, era real y fuerte, y sintió un tremendo alivio al no tener que echar mano de los recuerdos. Recobró la compostura y continuó— Pero no voy a tolerar que interfieras en este asunto. Tempest se queda con nosotros; es mía. Y los otros no la tocarán.
Desari se llevó las manos a la garganta, mientras su rostro perdía todo el color.
—Darius, ¿qué has hecho?
—No intentes desafiarme, o me la llevaré muy lejos de aquí y os dejaré que os las apañéis por vuestra cuenta.
La boca de Desari tembló.
—Estamos bajo tu protección, Darius. Siempre nos has guiado y siempre te hemos seguido; confiamos en ti, confiamos en tu juicio —entonces dudó—. Sé que jamás harías daño a esta chica.
Darius estudió por un buen rato el rostro de su hermana.
—No, no lo sabes. Y yo tampoco. Lo único que sé es que sin ella, yo sería la causa de la muerte y la destrucción de mucha gente antes de que pudieran destruirme a mí —la oyó jadear por la impresión.
—¿Tan cerca estás, Darius? ¿Tan grave es la situación? —no necesitaba usar las palabras «vampiro» o «no-muerto». Ambos sabían con exactitud de lo que estaban hablando.
—Ella es lo único que se interpone ante la destrucción de nuestra gente y de los humanos por igual. Pero esa línea es muy frágil; no interfieras, Desari. Es la única advertencia que puedo darte —dijo con despiadada e implacable resolución.
Darius siempre había sido el líder reconocido de su pequeño grupo, desde que todos ellos eran niños y tuvo que salvarlos de las garras de la muerte. Aún siendo un jovenzuelo se había impuesto la tarea de protegerlos, entregándose a su labor. Era el más fuerte, el más astuto y el más poderoso. Tenía el don de la sanación; y los demás confiaban en su sabiduría y en su experiencia. Les había conducido durante siglos, manteniéndolos seguros, sin pensar en sí mismo. Desari no podía más que apoyarle en lo único que pedía. No, no lo pedía, lo estaba exigiendo. Sabía que su hermano no exageraba, no mentía, no fanfarroneaba; porque jamás lo había hecho. Todo lo que su hermano decía era cierto.
De mala gana, Desari asintió con la cabeza.
—Eres mi hermano, Darius. Siempre te apoyaré, sea cual sea tu elección.
Se dio la vuelta cuando su compañero se materializó entre destellos justo a su lado. Julian Savage aún conseguía dejarla sin respiración ante la visión de su alto y musculoso cuerpo y sus sorprendentes ojos del color del oro fundido que siempre encerraban una mirada de amor hacia ella. Julian se inclinó para acariciar a Desari en la sien con la calidez de sus labios. Había captado su inquietud a través de su vínculo mental y al instante había regresado y abandonado su búsqueda de una presa. Cuando dirigió la mirada a Darius, su ojos se habían vuelto fríos, y Darius los enfrentó con una mirada igualmente helada.
Desari suspiró suavemente ante aquellos dos hombres dominantes que medían sus fuerzas frente a frente.
—Lo habéis prometido.
Al instante, Julian se apoyó sobre ella con una voz increíblemente tierna.
—¿Hay algún problema?
Darius dejó escapar un sonido de disgusto, un profundo gruñido que salía del fondo de su garganta.
—Desari es mi hermana. Siempre me he ocupado de su bienestar.
Durante un instante, los ojos ambarinos se movieron sobre Darius con fría amenaza. Después, los blancos dientes de Julian asomaron brillantes en un amago de sonrisa.
—Es verdad, y te estoy muy agradecido.
Darius agitó levemente la cabeza; aún no se había acostumbrado a la presencia de otro hombre en su pequeño grupo. Aceptar al recién encontrado compañero de su hermana para que viajara con ellos, era una cosa; que le gustara era algo muy diferente. Julian se había criado en los Cárpatos, de donde eran originarios todos ellos, y aunque se había visto obligado a vivir en soledad, había tenido todas las ventajas que proporcionaban años y años de aprendizaje bajo la tutela de los adultos durante su época de juventud. Darius sabía que Julian era fuerte, además de ser uno de los Cazadores de vampiros más experimentados; sabía que Desari estaba protegida junto a él, pero no podía abandonar su papel de hermano protector. Había ostentado el liderazgo durante demasiados siglos, basándose en el aprendizaje más duro: el que proporcionaba la experiencia.
Varios siglos atrás, en su tierra natal, casi olvidada ya, Darius y otros cinco niños habían presenciado la muerte de sus padres a mano de unos invasores que los consideraban vampiros, asesinándolos con el método ritual: una estaca atravesando el corazón, decapitados y con un puñado de dientes de ajo en la boca. Fue una época traumática y espantosa, los Turcos Otomanos arrasaron su pueblo mientras el sol aún estaba bien alto y sus padres se encontraban en su momento de mayor debilidad. Toda su gente había intentado salvar a los humanos que vivían en la aldea y se habían unido a la lucha a pesar de su vulnerabilidad en ese momento del día. Pero los asaltantes eran muchos y el sol estaba demasiado alto; casi todos habían sido masacrados.
Después, el ejército invasor condujo en manada a todos los niños, humanos y no humanos, hasta una choza de paja a la que prendieron fuego, quemando a todos los que habían sobrevivido a la matanza. Darius se las había ingeniado para crear una ilusión que ocultaba su presencia y la de unos cuantos niños más, una hazaña jamás lograda por alguien tan joven. Cuando vio que una campesina había logrado escapar de la sed de sangre de los asaltantes, ocultó también su presencia y logró someter su voluntad. Introdujo en la mujer la necesidad urgente de escapar de allí y llevar con ella a los niños de los Cárpatos que Darius había salvado. La mujer los guió hacia el valle, y se reunió con su amante, que era el dueño de un bote. Y aunque navegar en mar abierto era algo que ni siquiera se intentaba en aquella época a causa de las abundantes leyendas de serpientes marinas y de la caída que implicaba llegar al fin del mundo, la pequeña tripulación se lanzó lejos de las costas, impulsada por el cruel destino al que se verían enfrentados si eran capturados por el implacable ejército invasor. Los niños se habían acurrucado en la precaria embarcación, aterrorizados y aturdidos por la terrible muerte de sus padres. Incluso Desari, apenas un bebé, era consciente de lo que había ocurrido. Darius les había mantenido a flote, instigándoles a seguir adelante para poder estar todos juntos. Pero entonces, una terrible tormenta se formó en alta mar, reclamando las vidas de los marineros y de la mujer de forma tan eficiente como los Turcos habían hecho con los habitantes de la aldea. Darius rechazaba la idea de dejar a los niños que había tomado a su cargo abandonados a aquel destino; y aunque todavía era muy joven, ya poseía una voluntad de acero. Creó en su mente la imagen de un pájaro y la pasó a las mentes de los demás, obligando a los otros niños, tan pequeños como eran, a transformar sus cuerpos igual que él antes que el barco se hundiera. Y entonces, alzaron el vuelo con la minúscula Desari prendida de las garras de Darius, que guiaba al resto hacia la lengua de tierra más cercana, las costas de África.
Darius tenía entonces seis años y su hermana tan sólo seis meses; la otra niña, Syndil, tenía un año. Con ellos escaparon tres chicos, el mayor tan sólo contaba con cuatro años de edad. Comparada con las comodidades a las que estaban acostumbrados en su tierra natal, África les pareció salvaje e indómita, un lugar primitivo y atemorizante. Aún así, Darius se sintió el responsable de garantizar la seguridad del resto de los niños; aprendió a luchar, a cazar y a matar. Aprendió como ejercer la autoridad para poder cuidar a su pequeño grupo. Los niños de los Cárpatos no tienen desarrollados los extraordinarios talentos de sus mayores: no saben acceder a lo desconocido, no saben ver lo invisible, no pueden gobernar a las criaturas ni a las fuerzas de la naturaleza, ni pueden sanarse. Lo aprenden de sus padres, estudiando bajo la tutela de aquellos que se convierten en sus maestros. Pero Darius no permitió que estas limitaciones lo detuvieran, y aunque era simplemente un niño, se propuso no perder a ninguno de sus compañeros; así de sencillo.
Pero mantener con vida a las niñas no resultó una tarea fácil; las niñas de su raza rara vez sobreviven más de un año. En un principio, Darius tenía la esperanza de que algunos de los suyos vendrían a rescatarlos, pero mientras tanto, tenía que mantenerlas sanas y salvas lo mejor que pudiera. Y con el paso del tiempo, los recuerdos de su gente y de sus costumbres desaparecieron. Se aferró a las reglas que todo hombre de los Cárpatos lleva impresas mucho antes de nacer, a las conversaciones que tuvo con sus padres, y así creó su propia forma de vida y su propio código ético que les servirían para seguir adelante. Se encargó de cultivar hierbas y de cazar animales y probó todas las posibles fuentes de alimentación en sí mismo, enfermando a menudo como resultado. Pero finalmente, aprendió el modo de vida de los seres salvajes, se convirtió en un protector fuerte y el grupo llegó a estar mucho más unido que la mayoría de las familias, puesto que para ellos, eran los únicos de su raza en los confines del mundo. Los pocos de los suyos que alguna vez se cruzaron en su camino resultaron haber sucumbido a la oscuridad, eran no-muertos, vampiros que se alimentaban de las vidas de aquellos que les rodeaban. Siempre fue Darius el que cargó con la responsabilidad de perseguir y dar caza a los horribles demonios. Su grupo era extremadamente leal y se protegían los unos a otros de forma salvaje; y todos seguían a Darius sin cuestionarle. Su fuerza y su voluntad los habían guiado a través de siglos de aprendizaje, de adaptación al medio y de crear una nueva forma de vida.
Había sido todo un mazazo descubrir, unos meses antes, que otros de su raza, que no se habían convertido en vampiros, aún vivían. En secreto, Darius había vivido atemorizado por la posibilidad de que todos los hombres de los Cárpatos acabaran finalmente transformándose en vampiros, y le aterrorizaba lo que él sería capaz de hacer si le ocurría. Había perdido todas las emociones siglos antes, señal inequívoca de que un hombre estaba en peligro de sucumbir. Jamás hablaba de ese tema, temiendo el día en que se volviera contra sus queridos compañeros. Se apoyaba con fiereza en su voluntad de acero y en su código de honor privado para impedir ese momento. No obstante, uno de sus amigos ya había sucumbido a la oscuridad, transformándose en algo impensable.
 Darius se alejó silenciosamente de su hermana y de su compañera pensando en Savon. Él había sido el mayor tras Darius; siempre el segundo en la jerarquía, el que guardaba las espaldas del líder. Se detuvo por un instante junto a un enorme roble y se apoyó en el tronco, recordando el horrible día, meses atrás, cuando encontró a Savon agazapado sobre Syndil. La chica tenía el cuerpo lleno de mordiscos y golpes; estaba desnuda, entre sus piernas corría un reguero de sangre, y sus hermosos ojos reflejaban su miedo. Savon atacó a Darius, directamente intentó lacerarle la garganta, dejándole profundas heridas que casi acabaron con su vida antes de que Darius tuviera tiempo de caer en la cuenta de que su mejor amigo se había transformado en lo que todos los hombres temen. Un vampiro, un no-muerto. Savon había violado y mordido brutalmente a Syndil y se proponía acabar con Darius.
A Darius no le quedó otra opción que matar a su amigo e incinerar su cuerpo y su corazón; había aprendido a destruir a un vampiro a través de la forma más dura: la experiencia. Los no-muertos eran capaces de levantarse una y otra vez sin importar las heridas mortales que les hubieran infligido. Sólo hay una forma correcta de deshacerse definitivamente de ellos. Darius no había tenido a nadie que se lo enseñara, sus maestros habían sido los instintos enterrados profundamente en su interior y sus numerosos errores. Después de la terrible batalla con Savon, había pasado un largo periodo enterrado para poder sanar. Syndil había permanecido en silencio desde entonces; a menudo tomaba la forma de un leopardo y pasaba el tiempo junto a la pareja de felinos, Sasha y Forest.
Darius suspiró. Ahora podía sentir el profundo sufrimiento que le embargaba por la pérdida de Savon; podía sentir la culpa y la desesperación por haber sido incapaz de ver lo que sucedía y encontrar la manera de ayudar a su amigo. Después de todo, él era el líder, el responsable. Y Syndil… se había convertido en una especie de niña abandonada, con los hermosos ojos plagados de tristeza y cansancio. Él les había fallado, no había sabido proteger a Syndil de uno de los suyos, pensando con arrogancia que su liderazgo y la unión que existía entre todos ellos, impedirían que cualquiera de los hombres se transformara en aquel ser depravado. Aún no podía mirar a Syndil a los ojos.
Y ahora él rompía sus propias reglas; muchas preguntas pasaban por su cabeza, ¿había sido él el que había establecido aquellas normas para que su «familia» tuviera un código por el que regirse?, ¿había sido su padre el que se las enseñó? ¿O ya estaban allí, en su interior, mucho antes de que naciera, como otros muchos conocimientos? Si hubiese sido más amigo de Julian, podrían haber compartido esa información, pero Darius había aprendido en solitario durante siglos, permaneciendo siempre reservado, independiente, sin dar explicaciones a nadie y aceptando las consecuencias de sus propias acciones aunque se hubiese equivocado.
El hambre le golpeó con fuerza, sabía que tenía que salir en busca de una presa. El camping donde se habían instalado para pasar unos días estaba en el interior del parque estatal de California, no era un lugar muy concurrido y, de momento, estaba vacío. Muy cerca de allí pasaba una autopista, pero él mismo se había encargado de extender una red invisible, entre la carretera y el camping, que alejaba a los humanos que tuvieran intención de detenerse con una sensación de opresión y temor. No les haría ningún daño, tan sólo los volvería cautelosos; pero aún así, no había detenido a Tempest.
Darius pensaba en todo esto mientras su cuerpo se transformaba en plena carrera, contorsionándose y adoptando una forma alargada. Los músculos y los tendones se acompasaron hasta dar lugar a la poderosa figura de una ágil y veloz pantera. Se alejó en silencio, cruzando el bosque hacia un camping mucho más concurrido, situado junto a un profundo lago de aguas cristalinas. Cubrió la distancia rápidamente, olfateando a sus presas, cambiando el rumbo hasta ponerse a favor del viento y agazapándose entre los arbustos. Desde allí, observó a dos hombres que pescaban en la orilla cubierta de juncos, hablaban entre ellos de forma intermitente, como hacen los pescadores. Darius no prestó atención a sus palabras; en el interior del cuerpo del felino, se inclinó hasta que su vientre tocó el suelo, y con extrema precaución, colocando las enormes zarpas en el sitio preciso, se arrastró con sigilo hacia la orilla. Uno de los pescadores volvió la cabeza ante el eco de una carcajada proveniente del camping; Darius se detuvo un instante y luego continuó con su lento avance. Su presa dirigió su atención otra vez al lago y, en completo silencio, la pantera se acercó aún más, se agazapó de nuevo con los poderosos músculos tensos y en espera. Envió una silenciosa llamada que envolvió al más bajo de los dos hombres y lo atrajo hacia el lugar donde se encontraba escondido. El hombre levantó la cabeza y dirigió la mirada hacia los arbustos; arrojó la caña al lago y empezó a caminar, dando tumbos, con los ojos fijos en el felino.
—¡Jack! —el otro pescador había agarrado la caña y se dio la vuelta para mirar a su amigo.
Darius paralizó a ambos con un bloqueo mental y su cuerpo adoptó de nuevo su forma humana cuando «Jack» se acercó al felino. Era la única forma segura de hacerlo. Había descubierto que los instintos depredadores de la pantera hacían muy peligroso usar su cuerpo para alimentarse. Los afilados colmillos se clavaban hondo y mataban a sus presas. Durante su infancia, cuando aún no era lo suficientemente poderoso ni tenía desarrolladas todas sus habilidades, le había costado unos cuantos episodios a modo de ensayo, que inevitablemente acabaron mal, hasta que pudo aprender lo que era correcto y lo que no lo era. Hasta que hubo crecido del todo, no le quedó más remedio que usar el cuerpo de la pantera y sus habilidades, y había aceptado la responsabilidad de las muertes de los africanos, ya que era la única forma de mantener a los demás con vida.
Ahora, con la facilidad que le proporcionaban los años de práctica y perfeccionamiento, mantuvo al segundo de los hombres tranquilo y relajado. Inclinó la cabeza y bebió lo justo, con mucho cuidado de no dejarse llevar; no quería que su presa acabara mareada y débil. Mientras ayudaba al hombre a sentarse entre los arbustos, ordenó al otro que se acercara, y una vez saciado, permitió que su cuerpo volviera despacio a la forma de la pantera; el felino emitió un pequeño rugido, todos sus instintos le ordenaban arrastrar lo que parecían dos cadáveres hasta el interior del bosque para devorarlos por completo, lo que quedaba de sangre y la carne. Darius luchó contra la instintiva demanda y se alejó sin hacer ruido gracias a las almohadilladas patas del felino, rumbo a la caravana.
Su grupo viajaba ahora como una banda de músicos, rapsodas modernos que iban de ciudad en ciudad, cantando en los pequeños locales donde prefería actuar Desari siempre que era posible. Los constantes traslados también ayudaban a preservar su personalidad anónima aún cuando su fama crecía cada vez más. Desari poseía una hermosa voz, hipnótica e inolvidable; Dayan era un fantástico músico y guitarrista, y su voz también conseguía atrapar a la audiencia, manteniendo a los espectadores totalmente hechizados. En siglos anteriores, la vida itinerante de los trovadores les había permitido viajar de un lugar a otro sin tener que someterse a continuos escrutinios, de esta forma nadie parecía darse cuenta de lo diferentes que eran a los humanos. Ahora, con un mundo cada vez más reducido, mantener la intimidad y la privacidad alejadas de los fans era toda una proeza. De modo que hacían todos los esfuerzos posibles para tener una apariencia «normal», lo que incluía el uso de unos inútiles y absurdos automóviles para viajar. Por eso necesitaban un mecánico que se encargara del mantenimiento del grupo de vehículos.
Llegó al campamento y adoptó de nuevo su apariencia humana para entrar en la caravana equipada con todo lujo de comodidades. Tempest estaba profundamente dormida debido, con total seguridad, a su avidez al beber su sangre. Debería haber tratado de controlarse en lugar de deleitarse con el inesperado éxtasis que la experiencia le produjo. Con sólo mirarla, su cuerpo se tensaba dolorido ante la imperiosa e implacable demanda que jamás podría ignorar. Él y esta minúscula pelirroja tendrían que aprender a encontrar algún tipo de equilibrio. Darius no estaba acostumbrado a que le contradijeran, todos hacían lo que él ordenaba sin cuestionar sus decisiones. No podía esperar que una humana de carácter tempestuoso hiciera lo mismo. Acomodó la manta sobre el cuerpo de Rusti y se inclinó para rozarle la frente con sus labios. Deslizó el pulgar sobre la sedosa piel y sintió una descarga eléctrica atravesando su cuerpo. Recobrando la compostura, envió una fuerte orden a los leopardos antes de salir con paso airado del vehículo. Quería que Tempest estuviera a salvo, y aunque los felinos dormían durante el día, al igual que lo hacían él y su familia, ayudarían a dar una imagen de seguridad custodiando la caravana mientras los miembros del grupo descansaban y se recuperaban enterrados profundamente en el suelo del bosque. Darius ordenó a los animales que pusieran todos sus instintos protectores al servicio de Tempest.


FUEGO OSCURO/CAPITULO 2



Dos

Un vampiro.
Tempest se incorporó con lentitud y se sentó, tapándose la boca con el dorso de una trémula mano. Se hallaba en la caravana de los Dark Troubadours, en un sofá-cama, entre un montón de cojines y tapada con una manta. Los dos leopardos se apretaban contra ella totalmente dormidos. El sol intentaba en vano filtrase a través de la oscuras cortinas que cubrían las ventanas. Debía ser casi media tarde, puesto que ya comenzaba a descender. Se encontraba débil y temblorosa; tenía la boca seca y los labios agrietados. Necesitaba beber algo, lo que fuera.
Al intentar ponerse de pie, se tambaleó ligeramente antes de recuperar el equilibrio. Recordaba cada aterrador detalle de lo que había ocurrido la noche anterior, aún cuando Darius le había ordenado olvidarlo todo. No tenía ninguna duda de que era capaz de conseguir la sumisión de la mayoría de los humanos, pero de algún modo, con ella no había funcionado. Tempest siempre había sido diferente, era capaz de comunicarse telepáticamente con los animales, podía leer sus pensamientos al igual que ellos leían los suyos. Ese rasgo peculiar debía haberle conferido inmunidad ante la orden mental de Darius, aunque él seguramente estaba pensando que había tenido éxito y había conseguido borrar los recuerdos y los detalles de lo que era capaz de hacer. Se llevó la mano a la garganta, buscando la herida y comprendiendo que no era totalmente inmune a su agresiva atracción sexual; jamás había sentido una química tan poderosa en toda su vida. Había escuchado el aire crujir cuando la electricidad atravesó sus cuerpos. Era humillante darse cuenta de eso, y por mucho que quisiera culparlo, sabía que ella también era culpable de lo que había sucedido. No había sido capaz de controlarse cuando lo tuvo cerca, y eso la aturdía y la aterrorizaba.
Entonces, era eso. Vale. El hombre era un vampiro como Dios manda; dejaría para más tarde los chillidos y los desmayos porque lo más importante en ese momento era salir corriendo de allí. Poner toda la distancia posible entre ella y ese loco antes de que el sol se pusiera, que se suponía, era cuando los vampiros se levantaban. En ese momento, él debía estar durmiendo en algún lado. Que Dios la ayudara si tenía el ataúd allí mismo, en la caravana; no estaba por la labor de clavar una estaca a nadie en el corazón. Eso no ocurriría nunca.
—Ve a la policía —se ordenó en voz baja— Alguien tiene que saber lo que ocurre aquí.
Cruzó el interior de la caravana hasta llegar a la cabina para mirarse en un espejo y comprobar que todavía se reflejaba en él. Pero se sobresaltó ante su aspecto. El vampiro debía estar muy necesitado para fijarse en alguien que parecía la novia de Frankenstein.
—Vale, Tempest —dijo a su reflejo—, se lo dices a la policía: agente, un hombre me mordió el cuello y me chupó la sangre. Es el guardián, er… digo, el guardaespaldas de una cantante muy famosa. En realidad es un vampiro. Por favor, vaya y deténgalo —arrugó la nariz y con una voz más ronca dijo— Por supuesto, señorita. La creo. Y a propósito ¿quién es usted? Una jovencita sin hogar y sin un céntimo con una larga lista de escapadas de casas de acogida a las que nosotros llevábamos de vuelta una y otra vez. Digamos que vamos a dar un paseíto hasta una granja escuela puesto que pasa usted mucho tiempo de cháchara con los animales —entonces hizo un mohín con los labios— Sí, eso funcionará, definitivamente.
Encontró el cuarto de baño, que resultó ser sorprendentemente lujoso, pero se dedicó más al aseo de su persona que a admirar el lugar y se dio una ducha mientras bebía tanta agua como fue capaz. Se puso unos vaqueros desgastados y una ligera camiseta de algodón que guardaba en la mochila de la que jamás se separaba. En cuanto se encaminó a la puerta, ambos leopardos levantaron las cabezas en actitud de alerta, rugiendo suavemente como protesta. Rusti les envió una disculpa y se escurrió de allí antes de que los animales pudieran detenerla bloqueando la salida con sus cuerpos; eso era lo que intentaban hacer y ella lo percibía, había sido Darius el que les dejó las instrucciones de mantenerla encerrada si despertaba. Sasha y Forest rugieron y gruñeron furiosos cuando descubrieron que Rusti había conseguido escapar, pero ella ni siquiera lo dudó y cerró la puerta con un sonoro portazo antes de alejarse a toda carrera del autobús.
Se demoró varios minutos mientras intentaba encontrar su inseparable caja de herramientas, pero no estaba por ningún lado; maldiciendo en voz baja, se encaminó hacia la autopista y empezó a correr a un ritmo regular. Tan pronto como pusiera unos cuantos kilómetros entre ella y aquella criatura, sería feliz. ¿Quién se iba a imaginar que se cruzaría un vampiro en su camino? Probablemente era el único que existía en el mundo. Se preguntó por qué no se desmayaba de terror; no ocurría todos los días que una persona se encontrara a un vampiro. Y jamás podría contárselo a nadie; nunca. Se iría a la tumba siendo el único ser humano que sabía a ciencia cierta de la existencia de los vampiros. Soltó un lastimero gemido. ¿Por qué se metía siempre en problemas? Sólo le podía pasar a ella, ir a una simple entrevista de trabajo y arreglárselas para encontrarse un vampiro.
Siguió corriendo hasta alejarse unos cinco kilómetros, agradecida por el hecho de que le encantara correr, puesto que a aquella hora no pasaba ni un solo coche. Aminoró el paso y se recogió el pelo, completamente empapado en sudor, en una coleta para poder dejarse el cuello al aire. ¿Qué hora era? ¿Por qué no tendría reloj? ¿Por qué no se le había ocurrido mirar la hora antes de marcharse? Después de aproximadamente una hora más de caminar y correr, pudo hacer señales a un vehículo para que se detuviera. La recogieron pero sólo pudieron llevarla hasta un punto un poco más alejado. Se sentía extrañamente cansada y bastante sedienta. La pareja que iba en el coche desprendía bondad y buenas intenciones, pero consiguieron agotarla con su ilimitada energía, y casi se alegró de decirles adiós para proseguir con su caminata. Pero en esta ocasión no logró avanzar mucho; estaba tan cansada que sentía su cuerpo pesado como el plomo, cada paso que daba parecía hundirla en un charco de arenas movedizas. Súbitamente se sentó en el arcén de la carretera; sentía unos amenazadores latidos en la cabeza. Se masajeó las sienes y la nuca para intentar calmar el dolor.
Una pequeña camioneta de reparto de color azul se materializó a su lado. Prueba de su debilidad fue comprobar el terrible esfuerzo que le supuso ponerse en pie para llegar a la ventanilla del conductor. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, musculoso y fuerte que dirigió una sonrisa a Rusti, con una leve preocupación en la mirada.
—¿Algo va mal, señorita?
Rusti negó con la cabeza.
—Necesito que me lleve, vaya a donde vaya.
—Claro, suba —dijo mientras apartaba una pila de chismes del otro asiento y lo dejaba todo tirado en el suelo— La camioneta está hecha un desastre, ¿pero qué demonios importa?
—Gracias. Parece que el tiempo va a ponerse feo —y lo hizo. Inesperadamente, unas nubes negras empezaron a cruzar el cielo.
El hombre las contempló a través de la ventanilla.
—Esto es de locos. El informe meteorológico dijo que el día sería soleado y sin nubes. Quizás desaparezcan. Me llamo Harry —dijo tendiéndole la mano.
—Tempest —dijo dándole un ligero apretón, porque en el momento en que sus manos se rozaron su estómago protestó con una terrible náusea y la piel se le erizó. El pulgar del hombre acarició la parte interior de la muñeca de Rusti, haciendo que un escalofrío le recorriera la espalda. Pero Harry la soltó de inmediato y arrancó de nuevo el camión con los ojos fijos en la carretera.
 Rusti se hizo un ovillo, alejándose de él todo lo que pudo, intentando combatir las náuseas y su alocada imaginación. En el momento que su cabeza se apoyó sobre el respaldo del asiento, el cansancio se apoderó de su cuerpo y se le cerraron los ojos. Harry la observó claramente preocupado.
—¿Te sientes mal? Te puedo llevar a un centro médico, creo que hay una pequeña ciudad a unos cuantos kilómetros de aquí.
Rusti intentó darse ánimos a sí misma. Agitó la cabeza, que le seguía doliendo horrores. Sabía que estaba pálida y notaba como la frente se le perlaba de gotitas de sudor.
—Estuve corriendo durante varios kilómetros; supongo que me excedí —pero sabía con certeza que ese no era el problema. Por alguna misteriosa razón, todo su cuerpo protestaba por alejarse de Darius. Sabía que ese era el motivo; lo presentía.
—Duérmete, entonces. Estoy acostumbrado a conducir sin compañía —le aconsejó Harry—. Suelo poner la radio, pero si te molesta no lo haré.
—No me molestará —contestó. No conseguía mantener los ojos abiertos por mucho que lo intentara. Estaba exhausta. ¿Habría pillado un virus? De repente, se incorporó en el asiento. ¿Los vampiros tenían la rabia? Se transformaban en murciélagos, ¿no? ¿No era cierto que los murciélagos transmitían la rabia? No le disgustaban esos animales, lo cual no significaba que tuvieran que gustarle los vampiros. ¿Y si Darius le había contagiado alguna enfermedad?
Se dio cuenta que Harry la miraba con atención; probablemente pensara que había recogido a una loca. Se acomodó deliberadamente en el asiento y cerró los ojos de nuevo. ¿Podía una persona convertirse en vampiro con un solo mordisco? ¿Con un mordisquito? Se revolvió en el asiento al recordar la oscura y violenta pasión que hizo arder su cuerpo. Vale. Quizás fue un enorme mordisco. El recuerdo le trajo de nuevo la sensación de la boca de Darius sobre su cuello, haciendo que sintiera de nuevo el ardor y la agonía pulsante que la inflamaban por completo. Sin pensar, se llevó la mano al cuello para tocar el lugar exacto y atrapar el recuerdo con la palma de la mano. Casi dejó escapar un gemido. Definitivamente, Darius le había contagiado algo, pero no era la rabia. La debilidad invadió de nuevo su cuerpo, atontando sus extremidades, de modo, que abandonó la lucha y dejó que se le cerraran los ojos.

Harry siguió conduciendo durante un cuarto de hora, echando rápidas y disimuladas miradas a la chica; le latía el corazón a toda pastilla. Era pequeña, con generosas curvas y había caído directa en sus brazos. Y él pensaba que a caballo regalado jamás había que mirarle el diente. Le echó un vistazo al reloj para comprobar que iba bien de tiempo, se había adelantado al horario; le faltaban aún dos horas para reunirse con su jefe y tenía tiempo de sobra para dar rienda suelta a sus fantasías con la pequeña pelirroja.
Los amenazadores nubarrones se habían oscurecido, aumentando de tamaño, y de vez en cuando se distinguían pequeños relámpagos y se oía el ruido de algún que otro trueno. Pero todavía era temprano, sólo las seis y media de la tarde. Harry buscó un pequeño grupo de árboles para salir de la carretera y aparcar la camioneta en un lugar resguardado, de modo que permaneciera oculta a la vista de cualquier otro vehículo que circulara por allí.
Rusti se despertó dando un respingo al sentir una mano manoseándole con torpeza los senos. Abrió los ojos de golpe. Harry estaba inclinado sobre ella, y le rasgaba la ropa. Era difícil golpearlo en el estrecho espacio de la cabina del camión, pero aún así, Rusti lo intentó; no obstante, Harry era un hombre corpulento y fuerte y al sentir que ella se rebelaba, le asestó un puñetazo justo bajo una oreja y después otro sobre el ojo izquierdo. Rusti vio las estrellas por un instante, y después todo se quedó negro mientras sentía que se deslizaba de nuevo sobre el asiento. Harry le dio un asqueroso beso, húmedo y baboso en plena boca y de nuevo, Rusti empezó a forcejear de forma salvaje, intentando arañarle en la cara.
—¡Para, para!
Harry la golpeó una y otra vez en la cara mientras con la otra mano le estrujaba los senos haciéndole daño.
—Eres una puta. ¿Por qué si no ibas a estar aquí conmigo? Tú querías esto. Sabías que iba a pasar; de acuerdo, guapa. Me gusta hacerlo a lo bruto; pelea. Así me gusta, eso es lo que quiero.
Le apretaba el muslo con la rodilla, de modo que Rusti no pudiera incorporarse y a él le resultara fácil desgarrar la cinturilla de los vaqueros. La mano de Rusti encontró el tirador de la puerta y tirando con fuerza de él, consiguió abrirla y se dejó caer al suelo. Intentando ponerse de rodillas, hizo ademán de salir huyendo.
Sobre sus cabezas, las nubes parecieron oscurecerse aún más, y de forma repentina la lluvia comenzó a caer con inusitada violencia. Harry consiguió agarrarla por un tobillo, arrastrándola sobre la gravilla de nuevo hacia él. Cogiéndola del otro tobillo le dio un tirón, impulsándola por el aire y dejándola caer de espaldas al suelo, el fuerte impacto dejó a Rusti sin respiración durante unos instantes. Un relámpago saltó de nube en nube, haciendo su característico sonido; Rusti lo observó con atención. La lluvia caía en forma de cortina dejándola calada hasta los huesos. Cerró los ojos cuando Harry comenzó a golpearla en el rostro con el puño cerrado.
—Te gusta, ¿verdad? Te gusta mucho —dijo con voz áspera. Sus ojos eran desagradables y duros y la observaban con odio, disfrutando de su triunfo.
Tempest luchó contra él con toda la fuerza que poseía, dándole patadas cuando podía liberar sus piernas o puñetazos hasta que sintió los nudillos doloridos. Nada conseguía detenerlo. Mientras tanto, la implacable lluvia caía sobre ellos y la tierra se agitaba con el sonido del trueno.
Sin previo aviso, Harry, que décimas de segundo antes estaba sobre ella, salió disparado hacia atrás empujado por una fuerza invisible. Rusti pudo escuchar el sonido de su cuerpo al golpearse con fuerza contra la camioneta. Intentó girar sobre sí misma, tumbarse boca abajo, pero le dolían todos los músculos. Consiguió ponerse de rodillas antes de empezar a vomitar con violentas arcadas. Tenía el ojo cerrado a causa de la hinchazón, y con la lluvia, el viento y la repentina oscuridad, le resultaba muy difícil ver lo que estaba sucediendo.
Escuchó un horrible crujido, el sonido de un hueso al romperse y, casi a ciegas, se arrastró hasta un árbol y se puso en pie ayudándose del tronco. En ese momento, unos brazos la rodearon y la atrajeron hacia un musculoso pecho masculino. Al instante, estalló en una furia irracional, luchando con fiereza mientras chillaba y se debatía ciegamente.
—Ya estás a salvo —dijo Darius con voz melodiosa y suave, luchando con la bestia salvaje que aún se agitaba con ira en su interior—. Nadie va a hacerte daño; tranquilízate, Tempest. Estás a salvo conmigo.
En ese momento, no le importaba lo que Darius realmente fuese; la había salvado. Se aferró con ambas manos a su cazadora y se acurrucó contra él, intentado fundirse en el refugio que le proporcionaba aquel cuerpo y alejarse de la brutal experiencia. Temblaba con tanta violencia que Darius temía que perdiera el conocimiento. La alzó en brazos y la abrazó con fuerza.
—Ocúpate del hombre —espetó a Dayan, su brazo derecho ahora, mientras llevaba el pequeño y maltrecho cuerpo de Tempest hasta el relativo refugio que proporcionaban los árboles. Estaba hecha un desastre, tenía el rostro hinchado y amoratado, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Se balanceaba sobre sí misma, echa un ovillo, y para intranquilidad de Darius, actuaba de forma demasiado parecida a Syndil tras el ataque de Savon. Se limitó a abrazarla, dejando que llorara mientras la consolaba con sus fuertes brazos.

Antes de despejarse por completo, los leopardos le habían advertido de la fuga de Tempest. Había intentado aminorar su paso tanto como le fue posible, haciendo que se sintiera excesivamente cansada; después había enviado las nubes de tormenta para ocultar la luz del sol de modo que pudiera salir a la superficie más temprano sin que se le dañaran los ojos o se le quemara la piel. En cuanto pudo, salió de las profundidades de la tierra y con el mismo impulso remontó el vuelo, ordenando a Dayan que le siguiera. Juntos, bajo el resguardo de la oscuridad, habían cruzado la distancia que los separaba de Rusti, y Barack se les había unido conduciendo el deportivo por orden de Darius. Ahora, cada una de las lágrimas que Rusti derramaba desgarraba su alma como jamás nada lo había hecho con anterioridad.
—Tienes que tranquilizarte, nena —susurró suavemente sobre su cabello—, o vas a enfermar. Ya pasó todo; se ha ido y jamás volverá a tocarte. Ni él ni nadie.
Dayan destruiría toda posible evidencia de la presencia de Tempest en la camioneta. Unos kilómetros más allá, Harry conduciría directo hacia el tronco de un árbol y se rompería el cuello. Darius se dio cuenta de que le temblaban las manos mientras le acariciaba el pelo y frotaba su barbilla con los sedosos mechones por el simple hecho de que necesitaba hacerlo.
—¿Por qué te fuiste? Te ofrecimos el empleo perfecto; y me tienes a mí para protegerte.
—Qué suerte tengo —dijo Rusti con cansancio—. Necesito una aspirina.
—Lo que necesitas es dormir y un poco de tiempo para sanar —la corrigió con ternura—. Ven a casa con nosotros, Tempest. Allí estarás segura.
Ella se llevó las manos a la cabeza, pero sentía un dolor punzante en todos los lugares donde Harry la había golpeado, no sabía decir dónde le dolía más. Odiaba que cualquiera pudiera verla de aquella guisa, y por supuesto, no tenía la más mínima intención de ir a ningún sitio con Darius, especialmente cuando su hermana y todos los demás integrantes de la banda podían ser testigos de la humillación que acaba de sufrir. Así que empujó el sólido muro de su pecho, lo cual no sirvió para otra cosa que hacer que sus manos empezaran a dolerle. Darius las tomó entre las suyas y les echó un vistazo para después llevárselas a los labios y pasar la lengua en una áspera caricia sobre los dedos. Rusti sintió todo su cuerpo estremecerse pero, de forma extraña, el dolor desapareció.
—No puedo volver de esta manera.
Darius percibió la angustia de su voz, sintió la humillación y la vergüenza que ella sentía. Y entonces cayó en la cuenta de que aún no le había mirado a los ojos.
—No fue culpa tuya —le dijo—. Tú lo sabes, Tempest. Ese hombre intentó violarte porque es un cerdo depravado, no porque tú lo incitaras.
—Yo hice autostop —confesó en voz baja—. No debería haberme subido a su camioneta.
—Tempest, si no te hubiese encontrado a ti, habría sido otra chica; quizás una que no tuviera a nadie que la protegiera. Ahora, déjame ver tu rostro. ¿Crees que puedes apartarte de mi camisa lo suficiente como para que vea el daño que te ha causado? —Darius intentó hablar de forma alegre para disipar la incomodidad de Rusti.
Rusti no podía creer la ternura que Darius demostraba; sentía su enorme fuerza, poseía un inmenso poder y aún así su voz sonaba dulce. Ese pensamiento hizo que los ojos se le anegaran de lágrimas. Se había alejado de él, huyendo de lo que ella creía un monstruo y había caído en las garras de uno de verdad, del cual Darius la había salvado.
—No puedo mirar a nadie todavía —la voz de Tempest sonaba amortiguada por la camisa de Darius, pero se podía oír su determinación. Se estaba preparando para su siguiente intento de huída.
Darius se dio la vuelta entonces, llevándola aún en brazos, y empezó a caminar a grandes zancadas hacia la carretera. La lluvia caía sobre ellos de forma implacable, pero él no parecía notarlo. La alejó del lugar para que no pudiera ver lo que le había hecho al hombre que la había atacado.
—Necesito sentarme —protestó Rusti finalmente—, en tierra firme —y de pronto, cayó en la cuenta de que tenía la camiseta hecha jirones con toda la piel expuesta a la vista. Jadeó de forma audible, atrayendo instantáneamente la atención de Darius, haciendo que su negra mirada se moviera perturbadoramente sobre ella. Entonces, se rió suavemente para calmar su nerviosismo.
—Tengo una hermana, cielo. No es la primera vez que veo a una mujer desnuda —pero mientras hablaba ya la estaba dejando de pie en el suelo y quitándose la cazadora. La envolvió en ella con mucho cuidado, aprovechándose de la oportunidad de echarle un vistazo más detallado. Ya podían verse algunos moratones sobre la blanca piel de su rostro y tenía un reguero de sangre seca en la comisura del labio. Darius apartó la mirada para no ceder a la tentación; vio una imagen fugaz de sus pechos, donde también había marcas moradas, al igual que sobre las costillas y en el vientre.
La ira lo consumía, un sentimiento desconocido y belicoso; quería matar una y otra vez a ese hombre, quería sentir su cuello crujir entre sus manos. Quería destrozarlo como hacían los leopardos a los que había estudiado durante tanto tiempo. Luchó para sofocar la ira asesina, hasta que consiguió que fuera un simple destello escondido bajo la superficie, donde Tempest no pudiera verla.
Su instinto más acuciante era sanarla usando las propiedades curativas de su saliva, pero se refrenó porque no quería asustarla aún más. Ya habría tiempo más que suficiente para eso cuando llegaran a casa y la indujera a dormir.
Tempest era consciente de que Darius podía verla, incluso en la oscuridad. Curiosamente, ya no le tenía miedo. Se quedó mirando la punta de sus sucias zapatillas deportivas sin saber qué hacer. Se sentía mareada y aún tenía ganas de vomitar, le dolía todo el cuerpo y lo único que le apetecía era acurrucarse y llorar. No tenía dinero, ni ningún lugar adonde ir. Darius alargó un brazo, ignorando el respingo de Rusti cuando vio que su mano iba a tocarla, y posó sus largos dedos sobre la nuca de su compañera de forma posesiva.
—Voy a llevarte a casa. Allí podrás darte un baño y te prepararé algo de comer; nadie te verá, sólo yo. Como ya te he visto, no pasa nada —su voz parecía buscar el consentimiento de Rusti, pero ella percibió la orden oculta.
—Tenemos que ir a la policía —dijo suavemente—. No puedo dejar que ese tipo se marche sin hacer nada.
—No volverá a cometer la misma atrocidad nunca más, Tempest —murmuró suavemente Darius. Podía escuchar el ruido de un coche que se acercaba a toda velocidad; era uno de los suyos— ¿Te ha presentado mi hermana a los otros miembros del grupo? —le preguntó intencionadamente para distraerla y que ella no le hiciera ninguna pregunta con respecto a Harry.
Tempest se sentó en el mismo sitio donde estaba, a un lado de la carretera bajo la fuerte lluvia. Furioso consigo mismo por acceder a la petición de Tempest de que la soltara, cuando él sabía que estaba débil, la cogió de nuevo en brazos como si fuera una niña, preparado para ignorar sus protestas. Pero por primera vez, Tempest no protestó; no dijo nada. Enterró el rostro en la calidez de su cuerpo, envolviéndose en el latido firme y reconfortante de su corazón y permaneció inmóvil, segura entre sus brazos, temblando bajo el frío de la lluvia y por el recuerdo de lo sucedido.

Barack había llegado en tiempo récord; le gustaba la velocidad que alcanzaban los vehículos modernos y aprovechaba la menor oportunidad para mejorar sus habilidades como conductor. Se detuvo justo delante de Darius, a través de la lluvia su rostro era una máscara oscura. Era el más joven de los cuatro hombres del grupo, y había conseguido retener retazos de su desenvoltura juvenil, lo cual al resto le había encantado. Pero cuando Syndil fue atacada, cambió igual que todos los demás y dejaron incluso de confiar los unos en los otros.
Darius abrió la puerta del coche y se introdujo en el interior sin soltar a Tempest, que aún tenía los ojos cerrados y ni siquiera hacía el intento de alzar la mirada, totalmente ajena a la presencia del vehículo. Darius empezó a preocuparse.
Está en estado de shock, Barack. Gracias por venir tan rápido; sabía que podía contar contigo. Llévanos a casa tan rápido como puedas —dijo Darius a su amigo utilizando el vínculo mental que unía a todo el grupo, era mejor que Tempest no le oyera.
¿Esperamos a Dayan? —preguntó Barack de la misma manera.
Darius negó con la cabeza. Dayan llegaría mucho antes volando, aún en mitad de la tormenta; igual que él si no le importara darle un susto de muerte a Tempest llevándola a toda prisa por los aires. Pero no quería asustarla. Además, ya sabía que las desconocidas emociones que le embargaban era las causantes de la tormenta, él la había creado.
Tempest no dijo nada durante el largo camino hacia el camping, pero Darius sabía que estaba despierta. Ni siquiera dio una cabezadita; su autocontrol pendía de un tenue hilo y Darius, consciente, se mantuvo inmóvil, evitando decir o hacer algo equivocado que la indujera a querer salir corriendo de nuevo. No podía dejarla marchar. El ataque que había sufrido había servido para demostrarle lo mucho que ella le necesitaba, y lo último que quería era ponerla en una situación que la hiciera temerle o desafiar su autoridad.

Julian Savage estaba apoyado distraídamente en la caravana cuando el deportivo entró en el campamento. Cuando Darius salió del coche con la pequeña pelirroja protegida sorprendentemente entre sus brazos, Julian se incorporó con su habitual gesto indolente revelando su poderosa musculatura y su tremendo poder.
—Sé algo sobre las artes de sanación —se ofreció con voz tranquila, aunque sospechaba que Darius rechazaría su ayuda. Sujetaba a la chica de forma salvajemente posesiva, y el gesto indicaba que jamás la dejaría en manos de otro hombre.
Darius dirigió una rápida y provocadora mirada de Julian.
—No gracias —fue su lacónica respuesta—. Yo me ocuparé de sus necesidades. Por favor, di a Desari que traiga la mochila de Tempest al autobús.
Julian tuvo mucho cuidado de que sus ojos no mostraran ni una pizca de la diversión que sentía. Después de todo, Darius tenía un punto débil. Un punto débil con el pelo rojo además. ¿Quién podía haberlo imaginado? Estaba deseando contárselo a su compañera. Con un pequeño gesto de despedida se alejó paseando tranquilamente.
Darius abrió la puerta de la caravana de un tirón, entró y con mucha delicadeza dejó a Tempest sobre el sofá. Inmediatamente su compañera se hizo un ovillo y le dirigió la espalda. Darius le acarició el cabello, reteniendo por un instante sus manos para intentar reconfortarla. Después se acercó al radio casete y ajustando el volumen para que no resultara demasiado alto, lo puso en funcionamiento para que la irresistible voz de Desari llenara la estancia con su rutilante belleza a la vez que ayudaba a que Tempest se aliviara. Hecho esto, se dirigió al baño, llenó la bañera con agua caliente y perfumada, y encendió unas velas aromáticas que ayudaban al proceso de sanación. No encendió las luces, sus ojos se adaptaban perfectamente a la oscuridad y Tempest se sentiría mejor a oscuras.
—Vamos, nena, a la bañera —le dijo mientras la alzaba con un gesto tierno y rápido que no le dio opción a protestar—. Las hierbas que puse en el agua harán que los cortes te escuezan un poco, pero después te sentirás mucho mejor —le dijo mientras la sentaba en el borde de la enorme bañera— ¿Necesitas ayuda para quitarte la ropa? —preguntó manteniendo un tono de voz totalmente inexpresivo.
Rusti negó rápidamente con un movimiento de cabeza, de lo cual se arrepintió al instante, pues la cabeza empezó a latirle con fuerza igual que el ojo.
—Puedo arreglármelas sola.
—Creo que ahora no es momento de discutir ese tema. No estás preparada para el combate —y el ligero tono burlón en su voz le sorprendió aún más que a ella—. Entra en el agua, cielo; volveré con tu ropa y un albornoz. Cuando acabes podrás comer algo —y se inclinó para encender dos velas aromáticas más, dejando que sus llamitas parpadearan y bailaran sobre las paredes, reflejándose en el agua.
Rusti se desvistió despacio y de mala gana; cada uno de sus movimientos hacía que todo su cuerpo gritara de dolor. Se sentía entumecida en su interior, estaba tan exhausta y aturdida que no podía plantearse la verdadera identidad de Darius o lo que pretendía hacer con ella. Sabía que él creía que había conseguido borrar los recuerdos de lo que le había hecho la noche anterior. Incluso ahora, aún rodeada por el horror de lo que había sucedido esa tarde, podía sentir la ardiente pasión de sus labios sobre su cuello. Se deslizó en la bañera, jadeando al sentir el agua sobre sus heridas.
¿Por qué siempre tenían que pasarle a ella cosas tan extrañas? Era cuidadosa ¿no? Se hundió aún más en el agua, pero la punzada de dolor que sintió en los labios y en el ojo la dejó sin respiración. Cuando emergió apoyó la cabeza sobre la bañera y cerró los ojos para descansar un momento. Gracias a Dios, su mente permaneció en blanco. No podía pensar todavía en Harry o en lo que ella había podido hacer para ser el blanco de su depravado ataque. El hombre pretendía hacerle daño, y lo había conseguido.
—Tempest, te estás quedando dormida —le dijo Darius sin mencionarle que estaba gimiendo de angustia.
Se incorporó con rapidez, sentándose en la bañera mientras cruzaba los brazos por delante de los senos ocultándolos a los ojos de Darius. Con el brusco movimiento, el agua se derramó empapando el suelo del baño. Tempest lo miraba totalmente alarmada, con un ojo de color verde intenso y el otro amoratado e hinchado. Su cuerpo desplegaba un interesante abanico de colores desde el rostro hacia abajo, lo cual no era más que el signo externo de lo vulnerable que debía sentirse, aunque se las apañara para mostrarse desafiante.
—Fuera de aquí —le ordenó.
Darius sonrió dejando ver sus dientes perfectamente blancos; Tempest tuvo la sensación de ser testigo del desafío silencioso de un depredador. Darius extendió los brazos mostrando las palmas de las manos.
—Sólo intento que no te ahogues; la cena está lista. Aquí tienes un albornoz.
—¿De quién es? —preguntó dejando ver sus sospechas.
—Mío —era una verdad a medias. Lo había creado con facilidad, hacía tan solo un momento, era un truco aprendido hacía siglos que podía realizarse tan sólo con prendas de tejidos naturales—. Cerraré los ojos si te hace feliz. Sal ya de ahí —dijo tendiéndole una enorme toalla.
—No tienes los ojos cerrados —le acusó mientras salía de la bañera y se acercaba a la toalla que él mantenía extendida. Estaba mirando con atención un moratón bastante feo que destacaba sobre sus costillas. Tempest se sentía mortificada por el hecho de que Darius pudiese contemplar el daño físico que ese hombre le había inflingido; pero no se paró a pensar por qué no se sentía avergonzada de que él la viera totalmente desnuda.
De forma obediente, Darius cerró los ojos, pero la imagen de Tempest —pequeña, desamparada, herida y tan sola— no lo abandonó. Sintió como envolvía su pequeño cuerpo en la toalla bajo sus manos, antes de permitirse mirarla de nuevo. Parecía más infantil que nunca; y por el momento decidió tratarla como a una niña, le secó el cuerpo de forma totalmente impersonal, engañándose a sí mismo para no percibir su piel suave y sedosa, sus curvas, su estrecho talle y su pequeña cintura. Después le envolvió el pelo en una toalla, ahora de un cobrizo oscuro al estar mojado.
—No puedo dejar de temblar —dijo Tempest casi sin voz.
—Estás conmocionada —contestó Darius bruscamente. Quería envolverla en sus brazos, hacerle olvidar lo que le había sucedido—. Pronto pasará —la envolvió con rapidez en el cálido albornoz porque no soportaba la visión de su cuerpo maltratado e hinchado. No le gustaba cómo los ojos de Tempest evitaban su mirada, se sentía avergonzada, como si ella hubiese hecho algo incorrecto.
—Pasa los brazos alrededor de mi cuello, Tempest —le ordenó con suavidad, su brusco tono de voz tenía trazos de seducción hipnótica.
Ella cedió de mala gana, y él la alzó en brazos, obligándola a mirarle directamente a los ojos, ahora ardientes y oscuros. Casi dejó escapar un gemido ante aquella mirada, podía perderse en sus ojos. Nadie debería tener unos ojos como los de Darius, debería estar prohibido.
—Quiero que esta vez me prestes atención, Tempest. Tú no tuviste la culpa; no hiciste nada malo. Si necesitas culpar a alguien, además del hombre que te atacó, culpa a quien que de verdad se lo merece: a mí. Jamás te habrías marchado de aquí si yo no te hubiese asustado.
Tempest emitió un sonido de protesta, o quizás de miedo. Lo achacó a que las velas se habían apagado de forma repentina dejando el baño totalmente a oscuras, pero en el fondo sabía que su temor no se debía tan sólo a eso. Darius mantuvo su mirada atrapada, sin permitirle alejarse de su sugestión hipnótica y posesiva.
—Sabes que te estoy diciendo la verdad. Estoy acostumbrado a dar órdenes, a decirles a todos lo que deben hacer. Y me siento muy atraído por ti —interiormente se estremeció ante ese comentario en particular—. Debería haber sido más amable contigo.
La llevó en brazos hasta el habitáculo que hacía las veces de comedor, dejándola en una silla. En la mesa había un cuenco de sopa humeante preparado para ella.
—Come, cielo. Me costó horrores preparártelo.
Tempest se dio cuenta de que intentaba sonreír, pero al hacerlo el dolor volvió a sus labios. Y entonces percibió que también sonreía por dentro, y una sensación cálida se extendía por sus entrañas. Nadie, por lo menos que ella pudiera recordar, la había tratado jamás con tanto cariño. Nadie le había preparado nunca un cuenco de sopa.
—Gracias por encontrarme —dijo Tempest mientras removía el caldo intentando disimuladamente ver qué contenía.
Darius se sentó frente a ella, le quitó la cuchara y con un pequeño suspiro la hundió en el cuenco para después soplar enfriando el caldo.
—No se juega con la comida. Abre la boca —le reprendió a la par que llevaba la cuchara hacia la boca de Tempest.
La aceptó con renuencia; después de todo, pensó bastante sorprendida, estaba buena. ¿Quién iba a sospechar que un vampiro sabía cocinar?
—Es sopa de verdura —dijo ella encantada— Y está muy buena.
—Tengo muchas cualidades —murmuró mientras recordaba todos los caldos que había probado cuando las niñas eran pequeñas, intentando que se mantuvieran con vida. Puesto que la Estirpe de los Cárpatos no come carne, había tenido que probar con raíces, bayas y hojas; él era el primero en probar los experimentos, y más de una vez habían resultado ser venenosos.
—Cuéntame algo —le rogó Tempest—. No quiero empezar a temblar otra vez, y estoy a punto de hacerlo.
Darius le acercó otra cucharada de caldo a la boca.
—¿Te ha contado algo Desari sobre nosotros?
Rusti negó con la cabeza, estaba totalmente concentrada en lo bien que le estaba sentando la sopa a su aterido cuerpo.
—Ya sabes que siempre estamos viajando dando conciertos. Dayan y Desari son los cantantes de la banda. La que escuchas ahora es la voz de Desari. Es muy buena ¿verdad? —dijo con orgullo.
A Tempest le gustaba su forma de hablar, parecía de otro siglo, pasado de moda, pero le hacía resultar extrañamente provocativo.
—Tiene una voz muy hermosa.
—Desari es mi hermana pequeña. Hace poco encontró a su… —y dejó de hablar para tentarla con otra cucharada de sopa antes de proseguir— Encontró a un hombre y se enamoró de él; se llama Julian Savage. No lo conozco lo suficiente, y a veces no nos llevamos demasiado bien. Supongo que somos muy parecidos y ahí radica el problema.
—Mandones —añadió Tempest con malicia.
Los ojos negros la miraron de forma posesiva.
—¿Qué has dicho?
Esta vez Rusti rió; le dolía pero no pudo evitarlo. Sospechaba que nadie había bromeado ni desafiado nunca a este hombre.
—Ya me has oído.
Súbitamente, los ojos negros brillaron con tal intensidad, dejando ver un deseo tan peligroso que Tempest fue incapaz de respirar, y le vinieron a la cabeza los leopardos que les acompañaban, en ese momento Darius parecía uno de ellos. Apartó la mirada de la de él.
—Sigue hablando. Cuéntame más cosas sobre todos vosotros.
Darius deslizó una mano por la melena cobriza aún húmeda, y la posó después sobre la nuca; le gustaba la forma en que sus dedos se adaptaban al esbelto cuello. Una oleada de deseo lo golpeó con fuerza, inesperadamente, aún cuando intentaba mirarla como a una niña que necesitara su protección. Su caricia tenía la intención de consolarla, pero de todas formas acrecentó su anhelo; y se maldijo por su falta de disciplina. Necesitaba tocarla, sentirla, saber que era real, que estaba allí, que no era producto de su imaginación.
—Barack y Dayan también forman parte del grupo. Ambos son compositores de mucho talento, además Dayan es un magnífico guitarrista. Y compone la mayoría de las canciones. Syndil… —dudó porque no estaba seguro de lo que debía revelar acerca de Syndil— se encarga de los teclados. Aunque recientemente sufrió un percance que le ha dejado secuelas y de momento ha abandonado el escenario.
La mirada de Tempest voló hacia Darius; percibió su sufrimiento antes de que él pudiera ocultarlo.
—Le ocurrió algo parecido a lo que me ha sucedido hoy.
Darius aumentó la presión de sus dedos en la nuca de Tempest.
—Pero no llegué a tiempo para evitar que ocurriera y tardaré toda la eternidad en poder perdonármelo.
Tempest parpadeó y apartó con rapidez la mirada. Había dicho «toda la eternidad»; no «jamás» o «nunca», o cualquier otra expresión que un humano usaría. Oh, Señor. No quería que él descubriera que aún conservaba los recuerdos que, supuestamente, él había hecho desaparecer. Pero, ¿y si lo intentaba de nuevo y en esa ocasión sí funcionaba?
Un golpe en la puerta hizo que Tempest diera un respingo con el corazón saltándole en el pecho. Darius se levantó grácilmente, totalmente consciente de la presencia de Syndil en la puerta de la caravana. Se acercó para abrirla con su andar elegante. Tempest no podía apartar los ojos de él; era increíblemente aristocrático y atlético, todo músculos que se tensaban bajo la camisa de seda. Caminaba sin hacer ningún ruido, como uno de sus grandes felinos.
—Darius —dijo Syndil, evitando mirarle a los ojos, y para ello, se concentró en sus zapatos—. Me contaron lo sucedido y pensé que quizás podía ayudar de algún modo —dijo mientras le entregaba la mochila y la caja de herramientas de Tempest— ¿Me permitirías pasar un momento para verla?
—Por supuesto, Syndil. Gracias por preocuparte por ella; agradezco cualquier ayuda que puedas ofrecer —y diciendo esto, se apartó de la puerta para dejar paso a la chica. Ahora estaba seguro de que Syndil se recuperaría, pero no dejó que esta esperanza se reflejara en sus ojos. Siguió a la que consideraba como su otra hermana hasta la mesa.
—Tempest, esta es Syndil. Le gustaría hablar contigo si te sientes bien. Yo voy a recoger la cocina. Estaréis más cómodas en la habitación.
Tempest intentó sonreír.
—Esa es su manera elegante de echarnos de aquí. Todos me llaman Rusti —le dijo a Syndil. Curiosamente, no sentía ningún tipo de vergüenza ante otra mujer que había sufrido algo parecido a lo suyo.
Mientras pasaba junto a Darius, este alargó un brazo, la cogió del pelo atrayéndola junto a él y le dio un pequeño abrazo.
—No todos, cielo.
Le dirigió una mirada por encima del hombro que dejaba ver toda su furia reprimida y por un momento olvidó el dolor del ojo y de la boca.
—Todos los demás —corrigió.
Darius dejó que los mechones de cabello se escurrieran entre sus dedos, saboreando su textura y el contacto con ella por muy ligero que fuese. Tempest se movía con mucho cuidado, no quería hacerse daño en las costillas. Syndil señaló el sofá con un gesto, y Tempest se hundió entre los mullidos cojines. La chica estudiaba su rostro.
—¿Dejaste que Darius te curara? —le preguntó. Su voz era hermosa, suave como el satén, inolvidable y misteriosa. Tempest supo de inmediato que ella era una criatura como Darius. Lo podía ver en sus ojos, además de en su voz; pero por mucho que lo intentara no percibía maldad en Syndil, sólo una profunda tristeza.
—¿Darius es médico? —preguntó.
—No exactamente, pero tiene mucho talento para curar a los demás —dijo mirándose a las manos—. Yo no le dejé que me ayudara, y eso nos hirió a ambos mucho más de lo que yo pueda expresar con palabras. Sé más fuerte que yo, Tempest. Déjale hacer esto por ti.
—Darius llegó antes de que me violaran —dijo Tempest con franqueza. Los hermosos ojos de Syndil se llenaron de lágrimas.
—Me alegro tanto… Cuando Desari me contó que te habían atacado, pensé que… —dijo agitando la cabeza—. Me alegro mucho —dijo rozando suavemente con un dedo una magulladura hinchada—. Pero ese hombre te hizo daño, te golpeó.
—Es mucho peor lo que siento por dentro —dijo Tempest abrazando los cojines que tenía alrededor, protegiéndose tras ellos como si se tratara de una muralla.

Aclaracion-Disclaimer

La Saga Serie Oscura, es propiedad de la talentosa Christine Feehan.
Este espacio esta creado con el único fin de hacer llegar los primeros capítulos de estas magnificas obras a todos ustedes que visitan el blog. Lamentablemente, en latinoamericano muchos de estos maravillosos ejemplares, no estan al alcance de todos.
Si tienes la posibilidad de conseguir estas historias en tu pais, apoya el trabajo de Christine y compra sus libros. Es la unica manera de que se continue con la publicacion de los mismos.
Gracias por su visita
Mary